En la Inglaterra victoriana, la modestia no era solo una virtud: era una auténtica religión social. Cada gesto, cada palabra y cada interacción entre hombres y mujeres estaba regida por un complejo código moral que dictaba lo que era “decente” y lo que no. En ese contexto, incluso algo tan inocente como probarse un par de zapatos podía convertirse en un dilema moral.
El cuerpo femenino era un territorio prohibido. La idea de que un zapatero pudiera tocar, o incluso mirar, los tobillos de una mujer —considerados entonces una parte íntima— resultaba completamente inaceptable. Pero el comercio debía continuar, y las damas, por muy recatadas que fueran, necesitaban calzado. Así nació uno de los inventos más curiosos (y ridículos) del siglo XIX: un dispositivo metálico que permitía ajustar los zapatos de una clienta sin necesidad de tocarla ni mirarla.
El artilugio del pudor
El instrumento, que hoy nos parece sacado de una novela satírica, era una especie de brazo articulado con una pinza o garfio en la punta. El zapatero lo manejaba desde el otro extremo del mostrador, a veces incluso de espaldas a la clienta. La mujer, sentada con la falda cuidadosamente extendida para cubrir sus piernas, colocaba el pie sobre un pequeño soporte. Entonces, el zapatero, valiéndose del mecanismo, ajustaba el zapato con precisión milimétrica, sin contacto visual ni físico.
Algunos de estos aparatos incluían espejos que reflejaban solo el calzado —nunca el tobillo ni la pierna—, de modo que el artesano pudiera comprobar el ajuste sin “comprometer la decencia”. Había incluso versiones más sofisticadas, con mecanismos de resorte o manivelas que permitían medir el pie a distancia.
La obsesión por la modestia
Este tipo de prácticas no era una rareza aislada. En la sociedad victoriana, todo lo relacionado con el cuerpo estaba cargado de tabúes. Las piernas de las mesas se cubrían con telas para evitar que evocaran pensamientos “indecentes”, y el simple hecho de pronunciar ciertas palabras anatómicas se consideraba vulgar.
El calzado femenino, además, tenía una fuerte carga simbólica: representaba tanto la elegancia como la sensualidad reprimida. Un zapato mal ajustado o demasiado estrecho podía ser visto como falta de recato, del mismo modo que un escote o un peinado demasiado atrevido. Así, el simple acto de probar un zapato se transformaba en un ritual cuidadosamente controlado para proteger la “virtud” de la dama y la reputación del comerciante.
Tecnología al servicio del pudor
El curioso artefacto de los zapateros es un ejemplo perfecto de cómo la tecnología puede nacer no solo del ingenio, sino también de la represión social. En lugar de facilitar la comodidad o mejorar la eficiencia, este invento tenía un único propósito: preservar las apariencias.
La era victoriana fue prolífica en dispositivos similares. Desde corsés imposibles que restringían la respiración hasta muebles diseñados para mantener la “postura adecuada” de las mujeres jóvenes, la invención se ponía al servicio de un ideal moral más que de una necesidad práctica. El zapatero con su brazo metálico no era más que otro engranaje en una sociedad que temía tanto al deseo como a la libertad.
El absurdo de las apariencias
Visto con ojos modernos, resulta casi cómico imaginar a un artesano tratando de calzar a una clienta con una pinza de metal mientras evita mirar bajo su falda. Pero detrás de esa escena absurda se esconde una verdad más profunda: el miedo al cuerpo y a lo natural. En la época victoriana, se construyó toda una cultura de la represión que definía lo correcto en función de lo que se debía ocultar.
Paradójicamente, fue esa misma obsesión por la moralidad la que impulsó algunos de los avances más extraños —y fascinantes— de la historia. En su intento por evitar el contacto físico, los victorianos demostraron una creatividad inusual, aunque guiada por los prejuicios de su tiempo.
Hoy, esos artefactos sobreviven en museos y colecciones privadas como testimonio de una era en la que la tecnología servía a la censura, y donde incluso un zapato podía convertirse en un símbolo de control social.
El zapatero victoriano, agachado y de espaldas a su clienta, ajustando el calzado con un brazo mecánico, es más que una curiosidad histórica. Es una metáfora perfecta de una sociedad que, en su afán por mantener las apariencias, olvidó algo esencial: que la decencia verdadera no se mide por lo que se oculta, sino por cómo se trata a los demás.





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